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sábado, mayo 29, 2010

PI-PIO, EL POLLITO QUE IMPONIA EL ORDEN (2b)

2- ETAPA DE TRANSICION
b) “LOS PIRATAS Y LA ISLA PERDIDA”

Descartadas las moralinas elementales, Las Aventuras de Pi-Pío comienza a tomar una dimensión distinta, como se vislumbra en el segundo episodio continuado, “Los Piratas y la Isla Perdida”, más extenso que el anterior (14 páginas) y publicado desde el 12/01/53 hasta el 13/04/53, entre los nros. 1726 y 1739 de Billiken.
Arranca con el clásico “continuará” en la primera entrega y -como adelanté en el post anterior- concluye por segunda y última vez en toda la serie, con la palabra “fin”. En último cuadro de las páginas intermedias lucen didascalias con interrogantes sobre la continuación, a excepción de dos únicos títulos parciales y anticipatorios ( “Continúa: ‘Pi-Pío contra los piratas’ ” y “Sigue: ‘La gran batalla’ ”), modelo clásico que exhibía, por ejemplo, El Fantasma Justiciero, publicado en Billiken por la misma época.
Expuestos ya los aspectos formales, vayamos a los contenidos. Como anticipé, este episodio marca cambios en varios sentidos. Se destaca el abandono del uso de tiernos animalitos, exceptuando, claro, al protagonista. Así, éste queda acompañado de un elenco enteramente humano. Y consecuente con ese giro, se adentra en los terrenos de la aventura, dejando atrás el aire de cuento infantil que se respiraba hasta ahora en las historias. Tenemos aquí “una de piratas”, en el sentido casi ortodoxo del género, sin que por eso desaparezcan los elementos de comicidad surrealista que ya se venían insinuando. Aunque llame la atención un desconcertante prólogo “realista” (si es que a esta altura, por supuesto, ya hemos naturalizado la relación de un pollito con personas).
Se evidencia un primer contraste entre el renovado logo, que incorpora a los corsarios del título, y las viñetas iniciales, que muestran un ambiente autóctono, plagado de tipicidad: rancho, alambrado, aljibe, nidos de hornero, guitarra, chinitas, gauchitos, bailes típicos. Sin embargo, en esta propuesta “costumbrista”, el absurdo se cuela marginalmente en algún que otro detalle: un perro tomando mate, guirnaldas que no parecen muy camperas.
Pi-Pío llega a un cumpleaños, donde se lo reconoce y respeta, al punto que se convierte en eje de la reunión, cuando a pedido, comienza el relato de una de sus aventuras como linyera. Esta introducción, que dura exactamente una página y un cuadro, da pie al racconto que constituye todo el resto de la historieta, exceptuando los dos cuadros finales, donde se retorna al punto de partida, simplemente como cierre. O sea que se revela como absolutamente prescindible, si lo analizamos desde el punto de vista argumental.
Sin embargo, si se considera el efecto de extrañamiento logrado por el contraste que antes mencioné -entre el ambiente creado en el punto de partida y el de la aventura posterior -, aparece como un recurso disonante y atractivo al mismo tiempo. Porque el relato del pollito abandona muy rápido una pampa que podía haber sido perfectamente contemporánea a la fecha de publicación de la historieta, para internarse en un mundo que pareciera corresponderse más al siglo XVIII: el de corsarios que intentan apoderarse de una isla, poblada -nuevamente- por “negritos”.
El absurdo se instala desde el inicio mismo del racconto. El linyerita recorre valles y sierras en un “trencito particular”. Por vías, al principio. Pero a poco andar, Ferré abandona ese escrúpulo “realista” y lo hace transitar tan libremente como su dueño.
Pi-Pío descubre que dos piratas -a los que identifica como tales sin extrañamiento alguno- intentan raptar a Calculín, “el niño más sabio del mundo”, para que los ayude en la conquista de la isla perdida del título. Acto seguido, en la didascalia del último cuadro de la segunda página, creando la intriga para la entrega siguiente, aparece la pregunta “Quién es Calculín?”.
La elemental inferencia que hace el lector a partir de allí, es que su mundo no es el mundo de Pi-Pío, de lo contrario, sabría de quién se habla, dada la supuesta notoriedad del personaje. Lo curioso es que dicha notoriedad, que se preanuncia a los efectos de otorgarle entidad un tanto mítica a Calculín, terminará cumpliéndose en la realidad. Es como si el autor supiera que estaba a punto de largar una criatura que tendría lugar destacado entre sus creaciones.
Si bien se trata del gran hito fundacional de este episodio, no es el único: Manuel, uno de los piratas, presenta la fisonomía que portará luego Pepe el Largo, inseparable secuaz de Paco-Pum.
Calculín hace su ingreso triunfal en la tercera entrega (Nº 1728, 26/01/53). En vez de pelo, lleva un libro abierto, que produce efecto de doble percepción, al asemejarse a una cabellera peinada al medio. Pero no se trata de la traducción visual de una metáfora corriente, a los efectos de caracterizar un personaje sabio. Es la quintaesencia de la literalidad: uno de los piratas estudia en su cabeza la forma de llevar adelante el ataque a la tribu indígena. De lo que se deduce que ni siquiera se trata de un volumen determinado el que porta el niño prodigio, sino que va transformándose a medida que traduce sus ideas.
Prodigio y todo, Calculín sigue siendo un niño -con padres, inclusive, aunque nunca se muestren- que se deja sobornar fácilmente por caramelos. Presenta otro rasgo infantil, además, como es el capricho. Reprueba, por mala educación, la conducta de Pi-Pío al entrar por una ventana, y no así la de Manuel, que había realizado antes idéntica acción. La diferencia está en que éste pidió “permiso”. También Calculín se envanece de su inteligencia. Pero el gran hallazgo del personaje radica en cierta ambigüedad moral, que no pareciera del todo buscada por Ferré.
En principio, los piratas le hacen creer que le piden ayuda para civilizar a los “negritos”, a lo que Calculín accede entusiasmado. Sin embargo, avanzada la acción, hace suyos los deseos de conquista de sus aliados, a los que termina tratando como verdaderos subordinados. Así, se enfrenta tanto a la tribu como a Pi-Pío, quien en todo momento lo considera víctima de un engaño. Calculín, en cambio, lo ve como a un enemigo.
Cuando fracasa la primera defensa de la isla, Pi-Pío desafía individualmente a los piratas, y éstos, obedeciendo el dictado de una ley de la piratería, aceptan. Pero evidenciada la superioridad del pollito en la lucha, el que decide utilizar el engaño como arma, es Calculín. “Que nulidad son mis piratas! Voy a tener que intervenir yo, con mi táctica diplomática, si queremos conquistar pronto esta isla”, piensa el niño prodigio en una viñeta donde se comprueba lo hasta aquí aseverado.
Lo que podría leerse apresuradamente como inconsecuencia argumental, parecerían ser, en realidad, transformaciones operadas por la potencia de un personaje inclasificable, que incluso llega a contrariar las intenciones del autor.
Porque una vez reducidos los piratas, Pi-Pío continúa considerando a Calculín como víctima de un engaño, al punto que lo absuelve de culpas. Y éste, en consonancia con dicha versión, confiesa haber creído en la buena fe de sus ex-aliados. Pero, más importante aún es que la didascalia, supuestamente “objetiva” - voz del narrador/autor, que contraría la subjetividad del planteo de racconto-, confirma esta interpretación de los hechos. Sin embargo, la victimización que asume Calculín, en el contexto de su conducta anterior, aparece como hipócrita.
Otra curiosa contradicción entre leyenda y acción se da en la escena en que se vacuna a los “negritos”. Mientras la didascalia habla de “sometimiento pacifico”, el niño prodigio propone, además de la inyección aplicada por la fuerza, propinarles siete azotes per cápita para que obedezcan.
Pero cabe otra interpretación. La cruzada “civilizadora” sobre pueblos -supuestamente- atrasados será una constante en la serie. E incluirá, como trataré en su oportunidad, distintas formas de violencia. Sumado esto a que Ferré se ha inclinado durante toda su carrera por pintar buenos muy buenos y malos muy malos, surge el legítimo interrogante de si no asimila “civilizar” a “conquistar”. Así lo habían entendido los españoles al llegar a América, y quizá así lo entiende Calculín, por lo que se descartaría la hipocresía y la absolución de Pi-Pío se tornaría “justa”.
Lo que resta sin explicación, en ese caso, es que matiz diferenciaría moralmente a Calculín de los piratas...
Al menos, al arribar el pollito a la isla, da por sentado que los “negritos” tienen un “rey” (paso más avanzado en la organización social que jefe de clan). Y además, editan un diario. Aunque el canillita que vocea la noticia de la llegada del barco pirata, informa que: “...desembarca hombres en nuestra isla”. Con facilidad se podría haber reemplazado la palabra “hombres” por la más apropiada “forajidos”. O inclusive, si no da para eso el vocabulario del canillita, “blancos”. Cabría deducir a partir de esto que los aborígenes no se sienten parte de la humanidad. Resulta coherente, entonces, que no sean capaces de tomar resoluciones por sí mismos ante la ausencia de autoridad y deban ser conducidos indefectiblemente por alguien “superior”. Así, puesto que el rey se halla imposibilitado por un lumbago, Pi-Pío asume el mando y organiza las defensas de la isla. El pollito siente orgullo por convertirse en capitán de artillería, y construye primero un tanque (que los “negritos” acarrean cantando un desfasado “Volga, Volga”) y luego “cañones de engrudo”, con los que se inaugura el largo listado de máquinas estrafalarias que caracterizarán la historieta, y cuyo artífice, en el futuro, será quien aquí milita en el bando contrario: Calculín.
Con los elementos expuestos se comienza a evidenciar, entonces, una interesante tensión que recorrerá Las Aventuras de Pi-Pío hasta su finalización, y que lamentablemente Ferré abandonará en su labor creativa posterior. Es la que surge entre una maniquea intención didáctica y personajes y peripecias -ideología profunda incluida- que a menudo la contradicen.
Una excepción donde se verifica esta dualidad en el futuro, será Larguirucho, quien cambiaba de la vereda de Neurus a la de Hijitus, alternativamente. Aunque estos pasajes fueran justificados lógicamente por el autor con el argumento de la debilidad de carácter del personaje. Y Oakye, nacido en Pi-Pío como temible cerebro de una banda de maleantes (semejándose el rol al de los inicios de Calculín, pero siendo contracara de éste en el episodio en que aparece), termina pasteurizándose al situarse al lado de Hijitus, donde se lo presenta apenas como un niño malcriado.
Por último, y antes de adentrarnos en lo medular de la serie, es necesaria una aclaración. Existen, aquí y allá, menciones a la colaboración de Inés Geldstein, esposa de Ferré, en muchos de los guiones de sus productos, sugiriéndose difusamente que lo habría hecho tempranamente desde Pi-Pío. Resulta común, entre los que se ocupan de escribir sobre historieta argentina, el poco interés por la precisión de datos, generando esta negligencia múltiples equívocos. En realidad Geldstein, de haber tenido relación con el creador durante el período en que se publicó Las Aventuras de Pi-Pío, sería apenas su novia, ya que el casamiento se realizó recién después de la etapa Billiken. Pero aún dando credibilidad a la versión que la ubica como colaboradora, permítaseme relativizar la incidencia que pudo haber tenido, dado que el sello personal que se registra en el plano del dibujo se corresponde absolutamente con el de los argumentos. Por lo tanto, en estas notas, trataré siempre a Manuel García Ferré como autor integral de la historieta.

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